Recuerdos acumulados por todas partes, apilados en cajas de zapatos, prendidos en las paredes, en los cristales de las ventanas, esparcidos por el suelo. Espejos que ya no reflejan vida, recortes de revistas antiguas. Vidas de otros que él quiso vivir.
Hace mucho que nadie le visita ya, tanto que ya ni se acuerda, pero a él no le importa. Se olvido de hablar, de sonreír, de mirar más allá de sus fotografías, única conexión con la realidad que él ha sabido convertir en sueño.
Su vieja cámara, olvidada, reposa en un rincón cualquiera. Carretes y carretes agonizan esparcidos entre el caos.
Por el rotor cristal de la ventana se cuela el aire hiriente de la calle, pero él ya no tiene frío, hace tiempo que dejo de sentir. Su cetrino rostro, con los ojos desorbitados, la maraña de escaso cabello que aún conserva y se le escurre por las sienes, su mente enferma de recuerdas, anclada en cada uno de sus fotos, en cada porción de vida que retrataba sin vivirla.
Sentado con la cabeza entre las manos divaga entre sus neblinas, antiguas como todo lo que le rodea. La tristeza y la desesperación arquean sus hombros, le hunden el cuello, le aplastan el alma.
Medio siglo de existencia reducido a papel fotográfico, disuelto en líquido revelador.
Sobre la mesa, entre sus codos, el pedazo de cristal que le falta a la ventana, sus ojos saltones fijos en él. En los escasos momentos de lucidez desea usarlo, seccionar de un corte preciso y rápido sus muñecas, girar sobre si mismo con los brazos en cruz y bañar de sangre todas las estampas que le rodean, con la cabeza mirando a un cielo que nunca le acogerá.
En un fugaz instante de lucidez se derrama gota a gota sobre su infancia, tiñendo de rojo lo que en otro tiempo pudo ser una vida.
Hace mucho que nadie le visita ya, tanto que ya ni se acuerda, pero a él no le importa. Se olvido de hablar, de sonreír, de mirar más allá de sus fotografías, única conexión con la realidad que él ha sabido convertir en sueño.
Su vieja cámara, olvidada, reposa en un rincón cualquiera. Carretes y carretes agonizan esparcidos entre el caos.
Por el rotor cristal de la ventana se cuela el aire hiriente de la calle, pero él ya no tiene frío, hace tiempo que dejo de sentir. Su cetrino rostro, con los ojos desorbitados, la maraña de escaso cabello que aún conserva y se le escurre por las sienes, su mente enferma de recuerdas, anclada en cada uno de sus fotos, en cada porción de vida que retrataba sin vivirla.
Sentado con la cabeza entre las manos divaga entre sus neblinas, antiguas como todo lo que le rodea. La tristeza y la desesperación arquean sus hombros, le hunden el cuello, le aplastan el alma.
Medio siglo de existencia reducido a papel fotográfico, disuelto en líquido revelador.
Sobre la mesa, entre sus codos, el pedazo de cristal que le falta a la ventana, sus ojos saltones fijos en él. En los escasos momentos de lucidez desea usarlo, seccionar de un corte preciso y rápido sus muñecas, girar sobre si mismo con los brazos en cruz y bañar de sangre todas las estampas que le rodean, con la cabeza mirando a un cielo que nunca le acogerá.
En un fugaz instante de lucidez se derrama gota a gota sobre su infancia, tiñendo de rojo lo que en otro tiempo pudo ser una vida.